Acaso amo los desiertos porque
abrasaron el sueño de Lawrence, dijo una vez el poeta.
Desde aquella calurosa
tarde -cuando llegó a él Rebelión en el desierto de la mano de su madre-
Lawrence ha acompañado la vida de José María. Cuántas imágenes de aquellas
cargas iluminan su memoria, como ahora ilumina la nuestra la lectura de La
Corona de Arena. Es imposible ignorar en estas páginas el sonido de los hierros
sangrientos, el resplandor del sol de fuego en el rostro de Lawrence, el
vértigo de esas arenas.
Pero, ¿quién era Lawrence? El hombre que soñó que
bastaba -aunque fuese imposible- con la pasión arrasada de una Arabia donde los
hombres no tenían otro código que el honor y la gloria. Y esa gloria es la del
hombre libre: el sueño de libertad de aquel que mira con curiosidad, con
admiración, con respeto, el mundo.
Y Lawrence logró tocar ese viento con los
dedos. Besó en la boca a ese sueño que -como el Arte- nos aparta de la
mediocridad: la carne del Destino.
"Al despuntar el
alba, Feyssal se retiró para disponer la marcha que emprenderíamos esa misma
mañana. Wejh sería nuestra primera etapa. Escuché la voz del imán llamando a la
plegaria desde un altozano. El sol blanqueó el desierto.
Nunca he podido
olvidar esa mañana. Bajo el sol abrasador, diez mil guerreros y más de cinco
mil camellos estaban situados en dos filas flanqueando un pasillo de arena por
el que Feyssal avanzaba majestuoso, con un jaiqe de seda blanco y un zebun
con franjas de oro. A su lado Mirzuk, un ateibash contador de cuentos,
declamaba historias de batallas. Inmediatamente detrás íbamos el Jerife
Sharraf, primo de Feyssal y Kaimmakan del Imaret y Taif, y yo. Detrás de
nosotros, Alí el abanderado con la enseña de seda roja que
todos esperábamos llenar de gloria y proezas. Seguían las mujeres, en sus shuqdufs
de brillantes coloridos sobre los camellos. Los tambores resonaban. Se escuchaban,
atronadores, cantos de guerra. Cantos que tenían cientos de años, acaso miles,
y que ahora revivían como un huracán en aquellas gargantas fieras. Detrás, como
si el paso de Feyssal succionara las filas, iban agrupándose todos. «¡Que Alá
nosacompañe!», repetía Feyssal. El polvo espesaba el aire. Viendo aquel
ejército que se encaminaba a una
lucha de hombres, recordé a mi querido Mutanabbi: «Beduinos de pura sangre, que
cuando relinchan los caballos casi saltan de la silla, impetuosos, llenos de
brío y placer.» El sol me cegaba. El Jerife Sharraf me dijo que me untase los párpados
con un brebaje de kohl. Yo me sentía deslumbrante. Feyssal me había regalado un
jaiqe de seda blanco, como el suyo, bordado en oro, y con él me había vestido
para la ocasión.
Es una imagen
que puedo esgrimir contra la muerte, que me permite reírme de ella y de la
mierda de nuestro tiempo. Me suceda lo que me suceda, yo he vivido esa hora de gloria.
He sentido ese viento que pocos pueden sentir. Qué importa ya mi vida, ahora, después
de eso. He tocado la carne del Destino."
José María Álvarez
Noelia, muchísimas gracias. "La carne del Destino" nos trajo a Lawrence y a Álvarez a través de ti. Un gran abrazo de la chamana, chamanica, chamanico/-a cigoto, del viejo Chamán y de éste que escribe.
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