sábado, 4 de marzo de 2017

LAWRENCE DE ARABIA


LAWRENCE DE ARABIA
LA CORONA DE ARENA


Acaso amo los desiertos porque abrasaron el sueño de Lawrence, dijo una vez el poeta. 

Desde aquella calurosa tarde -cuando llegó a él Rebelión en el desierto de la mano de su madre- Lawrence ha acompañado la vida de José María. Cuántas imágenes de aquellas cargas iluminan su memoria, como ahora ilumina la nuestra la lectura de La Corona de Arena. Es imposible ignorar en estas páginas el sonido de los hierros sangrientos, el resplandor del sol de fuego en el rostro de Lawrence, el vértigo de esas arenas. 

Pero, ¿quién era Lawrence? El hombre que soñó que bastaba -aunque fuese imposible- con la pasión arrasada de una Arabia donde los hombres no tenían otro código que el honor y la gloria. Y esa gloria es la del hombre libre: el sueño de libertad de aquel que mira con curiosidad, con admiración, con respeto, el mundo. 

Y Lawrence logró tocar ese viento con los dedos. Besó en la boca a ese sueño que -como el Arte- nos aparta de la mediocridad: la carne del Destino.




"Al despuntar el alba, Feyssal se retiró para disponer la marcha que emprenderíamos esa misma mañana. Wejh sería nuestra primera etapa. Escuché la voz del imán llamando a la plegaria desde un altozano. El sol blanqueó el desierto.

Nunca he podido olvidar esa mañana. Bajo el sol abrasador, diez mil guerreros y más de cinco mil camellos estaban situados en dos filas flanqueando un pasillo de arena por el que Feyssal avanzaba majestuoso, con un jaiqe de seda blanco y un zebun con franjas de oro. A su lado Mirzuk, un ateibash contador de cuentos, declamaba historias de batallas. Inmediatamente detrás íbamos el Jerife Sharraf, primo de Feyssal y Kaimmakan del Imaret y Taif, y yo. Detrás de nosotros, Alí el abanderado con la enseña de seda roja que todos esperábamos llenar de gloria y proezas. Seguían las mujeres, en sus shuqdufs de brillantes coloridos sobre los camellos. Los tambores resonaban. Se escuchaban, atronadores, cantos de guerra. Cantos que tenían cientos de años, acaso miles, y que ahora revivían como un huracán en aquellas gargantas fieras. Detrás, como si el paso de Feyssal succionara las filas, iban agrupándose todos. «¡Que Alá nosacompañe!», repetía Feyssal. El polvo espesaba el aire. Viendo aquel ejército que se encaminaba a una lucha de hombres, recordé a mi querido Mutanabbi: «Beduinos de pura sangre, que cuando relinchan los caballos casi saltan de la silla, impetuosos, llenos de brío y placer.» El sol me cegaba. El Jerife Sharraf me dijo que me untase los párpados con un brebaje de kohl. Yo me sentía deslumbrante. Feyssal me había regalado un jaiqe de seda blanco, como el suyo, bordado en oro, y con él me había vestido para la ocasión.

Es una imagen que puedo esgrimir contra la muerte, que me permite reírme de ella y de la mierda de nuestro tiempo. Me suceda lo que me suceda, yo he vivido esa hora de gloria. He sentido ese viento que pocos pueden sentir. Qué importa ya mi vida, ahora, después de eso. He tocado la carne del Destino."

José María Álvarez




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1 comentario:

  1. Noelia, muchísimas gracias. "La carne del Destino" nos trajo a Lawrence y a Álvarez a través de ti. Un gran abrazo de la chamana, chamanica, chamanico/-a cigoto, del viejo Chamán y de éste que escribe.

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