A Orfeo le gustaba la alegre calidad individual
de las cosas bajo el cielo. Por supuesto Eurídice era
parte
de aquello. Pero un día todo cambió. Orfeo abrió
grietas en las rocas con su lamento. Ni montes ni
barrancos
pudieron resistirlo. El cielo se estremeció de un confín
a otro, casi a punto de ceder completamente.
Entonces Apolo le dijo en voz baja: «Déjalo todo en la
tierra.
¿Tu laúd, para qué? A qué obstinarse en un son aburrido
que pocos
siguen, salvo unos cuantos pájaros de plumas
polvorientas,
representaciones sin vida del pasado.» ¿Y por qué no?
También las demás cosas deben cambiar.
Las estaciones ya no son como eran antes,
pero es la naturaleza de las cosas que sean vistas una
sola vez,
a medida que suceden, chocando entre ellas, siguiendo
adelante
de algún modo. Ahí fue donde Orfeo cometió su error.
Por supuesto Eurídice se desvaneció en las sombras;
y sería así aunque él no se hubiera dado la vuelta.
Inútil quedarse allí como una toga de piedra gris
mientras pasa destellando
la entera rueda de la historia registrada, sin habla,
incapaz de proferir
un comentario sensato sobre el elemento más inspirador de
su séquito.
Tan solo el amor permanece en la mente, y algo que esas
personas,
esos otros, llaman vida. Cantando con exactitud,
de suerte que las notas asciendan desde el pozo del
sombrío
mediodía rivalizando con las diminutas y brillantes
flores amarillas
que brotan por todo el borde de la cantera, abarca
los diferentes pesos de las cosas.
Pero no es suficiente
simplemente seguir cantando. Orfeo lo comprendió
y no le importó demasiado obtener su recompensa en el
cielo
después de que las bacantes lo hubieran despedazado,
semienloquecidas por su música, mientras él tocaba.
Algunos dicen que fue por cómo trató a Eurídice.
Pero probablemente la música tuvo más que ver en ello, y
la forma en que la música transcurre, emblema
de la vida y cómo una nota no puede ser aislada
y decirse que es buena o mala; hay que
esperar a que haya acabado. “El fin corona todo”,
lo que significa también que el “tableau” está equivocado.
Pues aunque los recuerdos, de una estación, por ejemplo,
se fundieran en una sola instantánea, no se puede
guardar, atesorar
ese momento estático. También es fluido, fugaz;
Es un cuadro fluido, paisaje, aunque vivo, mortal,
sobre el cual una acción abstracta está trazada en bastas
y rudas líneas. Y pedir algo más
es convertirse en el junco agitado por la lenta
y poderosa corriente, la planta trepadora
juguetonamente arrastrada, pero sin participar en la
acción
nada más que esto. Luego en el encapotado cielo violáceo
las descargas eléctricas, aparentemente débiles al
principio, estallan
en un chaparrón de inmóviles llamas anaranjadas. Los
caballos
ven cada uno una porción de la verdad, y aun así cada uno
piensa:
«Soy un inconformista. Nada de esto me está sucediendo,
aunque puedo entender el lenguaje de los pájaros, y
el itinerario de las luces atrapadas en la tormenta es
del todo evidente para mí.
Su disputa termina en música de igual modo
que los árboles se mecen más fácilmente al viento tras
una tormenta estival
y está sucediendo en las entrelazadas sombras de los
árboles costeros, ahora, día tras día.»
Pero es tarde para arrepentirse de todo ello, incluso
sabiendo que el remordimiento aparece siempre tarde, ¡tan
tarde!
A lo que Orfeo, una nube azulada de contornos blancos,
responde que estos, por supuesto, no son en absoluto
remordimientos,
tan solo una erudita y detallada exposición de
hechos incuestionables, un inventario de guijarros a lo
largo del camino.
Y poco importa cómo ha desaparecido todo,
o cómo llegó a donde se dirigía; no es ya
material para un poema. Su asunto
importa demasiado, y no lo bastante, permaneciendo allí
impotente
mientras el poema pasa como un rayo, la cola en llamas,
un malvado
cometa que grita odio y desastres, pero tan vuelto hacia
su interior
que el significado, bueno o no, nunca podrá
ser conocido. El cantor piensa
constructivamente, edifica su canto en fases progresivas
como un rascacielos, pero a última hora se aleja.
En un instante el canto se sumerge en una oscuridad
que le lleva a su vez a inundar el continente entero
de oscuridad, para no ser visto. El cantor
debe entonces ocultarse, ni siquiera aliviado
de la funesta carga de las palabras. El estrellato
es para unos pocos, y sobreviene mucho más tarde
cuando todo recuerdo de aquella gente y de sus vidas
ha desaparecido en las bibliotecas, en microfilm.
Algunos aún se interesan por ellos. «¿Pero qué fue
de tal y cual?» preguntan de vez en cuando. Pero yacen
gélidos y postergados hasta que un arbitrario coro habla
de un incidente totalmente distinto con un nombre similar
en cuyo relato hay sílabas ocultas
de lo que ocurrió hace ya mucho tiempo
en alguna pequeña ciudad, un verano cualquiera.
John Ashbery
De Houseboat, 1977
De Houseboat, 1977
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