domingo, 22 de octubre de 2017

EL ORFEO DE JOHN ASHBERY



A Orfeo le gustaba la alegre calidad individual

de las cosas bajo el cielo. Por supuesto Eurídice era parte

de aquello. Pero un día todo cambió. Orfeo abrió

grietas en las rocas con su lamento. Ni montes ni barrancos

pudieron resistirlo. El cielo se estremeció de un confín

a otro, casi a punto de ceder completamente.


Entonces Apolo le dijo en voz baja: «Déjalo todo en la tierra.

¿Tu laúd, para qué? A qué obstinarse en un son aburrido que pocos

siguen, salvo unos cuantos pájaros de plumas polvorientas,

representaciones sin vida del pasado.» ¿Y por qué no?

También las demás cosas deben cambiar.

Las estaciones ya no son como eran antes,

pero es la naturaleza de las cosas que sean vistas una sola vez,

a medida que suceden, chocando entre ellas, siguiendo adelante

de algún modo. Ahí fue donde Orfeo cometió su error.

Por supuesto Eurídice se desvaneció en las sombras;

y sería así aunque él no se hubiera dado la vuelta.

Inútil quedarse allí como una toga de piedra gris mientras pasa destellando

la entera rueda de la historia registrada, sin habla, incapaz de proferir

un comentario sensato sobre el elemento más inspirador de su séquito.

Tan solo el amor permanece en la mente, y algo que esas personas,

esos otros, llaman vida. Cantando con exactitud,

de suerte que las notas asciendan desde el pozo del sombrío

mediodía rivalizando con las diminutas y brillantes flores amarillas

que brotan por todo el borde de la cantera, abarca

los diferentes pesos de las cosas.
                                                                      Pero no es suficiente

simplemente seguir cantando. Orfeo lo comprendió

y no le importó demasiado obtener su recompensa en el cielo

después de que las bacantes lo hubieran despedazado,

semienloquecidas por su música, mientras él tocaba.

Algunos dicen que fue por cómo trató a Eurídice.

Pero probablemente la música tuvo más que ver en ello, y

la forma en que la música transcurre, emblema

de la vida y cómo una nota no puede ser aislada

y decirse que es buena o mala; hay que

esperar a que haya acabado. “El fin corona todo”,

lo que significa también que el “tableau” está equivocado.

Pues aunque los recuerdos, de una estación, por ejemplo,

se fundieran en una sola instantánea, no se puede guardar, atesorar

ese momento estático. También es fluido, fugaz;

Es un cuadro fluido, paisaje, aunque vivo, mortal,

sobre el cual una acción abstracta está trazada en bastas

y rudas líneas. Y pedir algo más

es convertirse en el junco agitado por la lenta

y poderosa corriente, la planta trepadora

juguetonamente arrastrada, pero sin participar en la acción

nada más que esto. Luego en el encapotado cielo violáceo

las descargas eléctricas, aparentemente débiles al principio, estallan

en un chaparrón de inmóviles llamas anaranjadas. Los caballos

ven cada uno una porción de la verdad, y aun así cada uno piensa:

«Soy un inconformista. Nada de esto me está sucediendo,

aunque puedo entender el lenguaje de los pájaros, y

el itinerario de las luces atrapadas en la tormenta es del todo evidente para mí.

Su disputa termina en música de igual modo

que los árboles se mecen más fácilmente al viento tras una tormenta estival

y está sucediendo en las entrelazadas sombras de los árboles costeros, ahora, día tras día.»



Pero es tarde para arrepentirse de todo ello, incluso

sabiendo que el remordimiento aparece siempre tarde, ¡tan tarde!

A lo que Orfeo, una nube azulada de contornos blancos,

responde que estos, por supuesto, no son en absoluto remordimientos,

tan solo una erudita y detallada exposición de

hechos incuestionables, un inventario de guijarros a lo largo del camino.

Y poco importa cómo ha desaparecido todo,

o cómo llegó a donde se dirigía; no es ya

material para un poema. Su asunto

importa demasiado, y no lo bastante, permaneciendo allí impotente

mientras el poema pasa como un rayo, la cola en llamas, un malvado

cometa que grita odio y desastres, pero tan vuelto hacia su interior

que el significado, bueno o no, nunca podrá

ser conocido. El cantor piensa

constructivamente, edifica su canto en fases progresivas

como un rascacielos, pero a última hora se aleja.

En un instante el canto se sumerge en una oscuridad

que le lleva a su vez a inundar el continente entero

de oscuridad, para no ser visto. El cantor

debe entonces ocultarse, ni siquiera aliviado

de la funesta carga de las palabras. El estrellato

es para unos pocos, y sobreviene mucho más tarde

cuando todo recuerdo de aquella gente y de sus vidas

ha desaparecido en las bibliotecas, en microfilm.

Algunos aún se interesan por ellos. «¿Pero qué fue

de tal y cual?» preguntan de vez en cuando. Pero yacen

gélidos y postergados hasta que un arbitrario coro habla

de un incidente totalmente distinto con un nombre similar

en cuyo relato hay sílabas ocultas

de lo que ocurrió hace ya mucho tiempo

en alguna pequeña ciudad, un verano cualquiera.




John Ashbery
De Houseboat, 1977




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