viernes, 4 de marzo de 2016

ET FLERE SATIS EST?



ET FLERE SATIS EST?


En tres tiempos se divide la vida: en presente, pasado y futuro.
De estos, el presente es brevísimo; el futuro, dudoso; el pasado, cierto.
Séneca



Cuando uno decide estudiar Clásicas al principio –seamos francos- lo hace porque le gusta la lengua (latín o griego, en cada caso será distinto) y la cultura clásica. Y cuando digo cultura clásica hablo de la mitología, la historia (lo bonito de la historia, por ejemplo, la creación de eso que llamamos democracia) o el arte. Ignoramos “otras cosas” de Grecia y Roma que en el fondo resultan auténticas barbaridades a los ojos de un occidental de hoy día. Para los morbosos, citaré algunos ejemplos: los casamientos de niñas de 9 años, abandono de ancianos, guerras, esclavitud o asesinatos de niños con malformaciones, por citar alguno… En fin: como en todas las sociedades, hay episodios que algunos preferirían ignorar –o no comentar-, pero (no nos olvidemos) hablamos de otra cultura, otra sociedad y otro tiempo.


Pero hay algo que sí me resultó curioso y que “no me esperaba” durante esa carrera que escogí estudiar (por la lengua, por el arte, por la historia…, como tantos): la brutalidad de algunas escenas de esa cultura tan sofisticada, avanzada y moderna que es el mundo clásico.

Todos conocemos la historia de Grecia y Roma y las barbaridades que se han sucedido en guerras y procesos de conquista, por no hablar de ciertos momentos clave, como la peste de Atenas (tan magníficamente narrada –y con detalles- por Tucídides ad nauseam) o incluso los suicidios de los que habla Tácito en sus maravillosos Annales. Pero yo voy más allá: hablo de la sangre de la mitología clásica, su cruentidad, hasta puntos extremos.

Uno se encuentra en su casa tranquilo, traduciendo a Eurípides en una tarde cualquiera, y de repente se encuentra con esas Bacantes absolutamente locas que despedazan a Penteo (para ellas, castigo merecido, claro), que le arrancan un brazo aún vivo y se lo comen; o con ese episodio de Las Metamorfosis de Ovidio donde la madre más cruel, Procne, mata a su hijo para cocinarlo y servirlo de cena a su traidor marido; o cuando al pobre Hércules le arde la piel por el remedio amoroso de Deyanira, no tan joven ya para su esposo... Consecuencias: que una a veces se quedaba pasmada de lo que estaba traduciendo y, si no conocía el mito, echaba mano de una buena traducción para conocer el final de la historia (si había Wikipedia y esas cosas, entonces no la consultábamos).

Medeas, Procnes, Deyaniras y Ágaves aparte, si hubo un mito que me impresionó desde cría fue el de Edipo. Ya contado por mi profesor de latín del instituto me resultó una historia magnífica, aterradora y morbosa (por qué negarlo), no sólo por el tema del incesto, tabú en nuestra sociedad, sino por las muertes que se suceden y de esa manera tan trágica. Y por si alguien no la conoce, recomiendo la versión cinematográfica (Edipo alcalde, con guión de García Márquez), con una magnífica Ángela Molina como Yocasta. Una muy buena adaptación que merece la pena comparar con el clásico.

Edipo es la tragedia por antonomasia, la historia que acaba mal porque no puede acabar de otra manera, y lo sabemos desde el principio. Están destinados todos sus personajes a terminar de una manera no ya dramática, sino trágica: es el fin para todos, para los que mueren y para los que no. No hay salida ya.

Si la historia ya crea un interés (la madre que, viuda, se casa sin saberlo con su hijo, abandonado siendo un bebé, y que a su vez ha matado sin saberlo al padre; llamativa, sin duda), el desarrollo de cada uno de los hechos no lo hace menos. Quizá los dos puntos culminantes son la muerte de Yocasta y el castigo de Edipo (en el sentido teatral del término), pero toda la obra de Sófocles gira en torno al desconocimiento de todo: ni la madre sabe que es madre, ni el hijo que ha matado a su padre, ni la madre que el hombre con quien se ha casado es su propio hijo, al que creía muerto.

Sófocles es magnífico y lo cuenta al modo ese exquisito de las tragedias griegas (aunque las primeras referencias a Edipo ya aparecen en Homero), pero los romanos, cuando rescatan el mito, no se conforman con eso sólo. Tienen que darle un giro a la historia, hacerla suya. Y entonces aparece en escena Séneca (sí, el filósofo, al que todos citan en sus muros de Facebook cuando les da por ahí y del que poco más han leído) y reescribe el Edipo de Sófocles a la manera latina. Y es entonces cuando -a lo más “Fura dels bauls”- el mito se vuelve más sangriento y más cruento que nunca. Se romaniza hasta el extremo. Como él mismo decía, “no nos atrevemos a muchas cosas porque son difíciles, pero son difíciles porque no nos atrevemos a hacerlas”.

Bien es sabido que en ese momento de la historia de Roma la tragedia no era una cosa “popular”, sino que más bien el éxito de la escena se centraba en la comedia y, sobre todo, los subgéneros que a partir de ella se desarrollaron (como la praetexta o la palliata). De ahí que se pudieran tomar ciertas licencias a la hora de poner en escena momentos extremadamente sangrientos, ya que no estaba hecha para la representación, sino la lectura. Séneca se aprovechó de eso y reescribió su Edipo. Y no lo pudo hacer mejor.

A la tragedia del mito en sí hay que añadirle unos cuantos elementos extra: culpa, tormento, sangre, vísceras, tripas, gritos, espadas, órbitas oculares… Todo un atrevimiento literario que nada tiene que envidiar a ciertas películas que hoy triunfan entre los más jóvenes. Ejemplos de ello lo tenemos en la muerte de Yocasta, donde la crueldad llega más alto que en Sófocles (donde se ahorcaba), a diferencia de Séneca, donde la madre de Edipo se clava una espada. O cuando el adivino Tiresias y su hija Manto (que tampoco aparece en el poeta griego) hacen el sacrificio a los dioses de una ternera y examinan las vísceras del animal, escena más explícita que en su versión anterior.

Pero, a mi parecer, hay una escena que todo lo dice: cuando Edipo decide castigarse por lo que hecho. En Sófocles se pincha los ojos con las fíbulas del vestido de Yocasta, cegándose, pero aquí Séneca decide un final más trágico aún para el protagonista: arrancarse con sus propias manos los ojos del rostro, sacárselos de las órbitas. Esos ojos de un hijo que no ha sabido ver lo que tenía delante. El suicido no es suficiente.

Y la mejor manera de comprobar lo que digo -esa crueldad supina, esa escena llevada al extremo por el poeta latino- es leer el fragmento en cuestión, puesta en boca de un mensajero al final del quinto acto (versos 915-979):

Después que Edipo descubrió los hados que le habían sido predichos y la infamia de su linaje y, convicto de su crimen, se condenó a sí mismo, dirigiéndose hostil hacia el palacio, penetró con paso apresurado bajo aquellos odiosos techos...
Cruel consigo mismo maquina algo enorme en su interior, equiparable a sus hados "¿Por qué retraso el castigo?", dice, "Que alguien arremeta contra este pecho infame con un hierro o que lo someta a las ardientes llamas o a las piedras. ¿Qué tigre o ave cruel se lanzará contra mis entrañas? Tú mismo, quedas acogida a los crímenes, execrable Citerón, lanza desde los bosques tus fieras contra mí, o lanza tus rabiosos perros...".

Habiendo dicho esto, pone su impía mano sobre la empuñadura de la espada y la desenvaina. "¿Así? ¿Vas a pagar tan grandes crímenes con un breve castigo y a compensarlos todos con un solo golpe Tú mueres... Que innove ella también en lo que toca a mi suplicio. Que se me permita vivir y morir una y otra vez, renacer continuamente para pagar cada vez con nuevos suplicios... Hay que elegir una muerte prolongada. Hay que buscar el camino por el que puedas andar errante sin mezclarte con los sepultados, quedando, no obstante, marginado de los vivos. Muere, pero sin llegar hasta tu padre...".
He aquí que de repente una lluvia se agolpa en sus ojos y se desborda regándole de llanto las mejillas. "¿Y es bastante llorar? ¿Sólo van a llegar mis ojos a derramar este escaso riego? Que, arrancados de su órbita sigan a las lágrimas; hay que sacar en seguida estos ojos de marido"...
Dio un gemido y bramando horriblemente retorció las manos contra su rostro. Pero a su vez los ojos se clavaron amenazadores y fijos cada uno en su mano la siguen por propio impulso; salen al encuentro del golpe que van a recibir. Tantea ansioso los ojos con las manos encorvadas, desde su más honda raíz arranca de un golpe los dos globos. Se adhieren las manos a los huecos y, fijas allí, desgarran por completo, con las uñas, el fondo de las cavidades que albergaban a los ojos, la órbitas vacías. Se ensaña en vano y su delirio sobrepasa todos los límites: tanto le importa el riesgo de ver. Levanta la cabeza y, recorriendo con sus órbitas vacías las regiones del cielo, comprueba su noche...
Riega su rostro una repugnante lluvia y su cabeza desgarrada vomita, por las venas que se ha arrancado, ríos de sangre.


Que levante la mano el que permanezca intacto.

Eso es Séneca.




*Publicado en el Número 1 de la revista CAYENA.


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