Parece ser que en 1526, un fuerte temporal sorprendió a un
barco español que navegaba desde La Habana a Cartagena de Indias, pereciendo en
el hundimiento toda la tripulación, con la excepción del capitán, Pedro
Serrano, que logró llegar a un inhóspito banco de arena sin apenas vegetación y
sin fuentes de agua dulce. Lo que siguió al naufragio fue una auténtica odisea,
ya que su alimentación era de pájaros y peces, y bebiendo muy a menudo sangre
de tortugas marinas como suplemento al agua. Así permaneció los siguientes ocho
años. El banco de arena ni siquiera estaba entonces situado en las cartas
marinas, por lo que construyó una torre con roca y coral para hacer señales de
humo. Finalmente, en 1534, la tripulación de un galeón que iba a La Habana divisó
las señales de humo y Pedro fue rescatado. Poco después, consiguió regresar a
España para comenzar una nueva vida que le dio fama y dinero y le convirtió en
un personaje famoso no sólo en la Corte Española, sino también en el resto de
Europa, debido a los muchos viajes que hizo para narrar sus peripecias en las
reuniones de la alta sociedad.
Pero ni esas peripecias aparecen aquí, en ENTRAN JAZMINES EN
CASA, ni ese Pedro Serrano es el que aquí tenemos esta noche en Zalacaín. De
este Pedro no tan marinero –y que seguramente tiene mejor ubicados sus puntos
de referencia para no perderse- podría yo decir muchas cosas, y aunque me ha
dado libertad de hacer lo que quieras –incluso hablar mal de él, que es lo que
realmente espera- no puedo más que elogiarlo por el poemario que aquí nos ha
convocado. Entremos en materia.
Si en Tibulo los dos ejes en los que se vertebran los poemas
son el amor y el campo, en Pedro Serrano lo que encontramos son el amor y la ciudad.
Pero aunque esa parte más urbanita le hace emparentarse más con la elegía de
Propercio u Ovidio –que siempre tenían como escenario la ciudad, Roma-, Pedro
es un poeta que contempla la ciudad como si del campo se tratara. Otorga a la
urbe de un punto bucólico -las luces, la calle, la noche, la gente- como si de
un prado se tratara, como si de un bosque o la mar tranquila. No me entiendan
mal: no es el pastor que recuerda a la amada rodeado de ovejas; es más bien el
poeta contemplativo de las luces de la ciudad, del trasiego de gente que camina
por las calles, o los coches pasando, o los horarios marcados. Él contempla en
todo momento: no forma parte de ese maremoto de vida que implica la ciudad y el
presente agitado. Él prefiere la soledad de su casa, la habitación compartida
con la amante o el aliento de la mujer en mitad de la noche cuando todo duerme
(en eso sí es tibuliano total). Y el estilo –perdonen que la cabra tire pal
monte- también recuerda a Tibulo: ese estilo “tenue”, lleno de lucidez sin
grandilocuencia, que convierte lo cotidiano y diario en el escenario perfecto
para la vida sublime. Porque así basta. Se trata de un lenguaje íntimo, limpio,
de una sobriedad contenida, sin exhibicionismos. Es esa pureza y claridad la
que recuerda al latino, como también la economía del lenguaje, con imágenes
claras, directas, con una cristalina exposición que emocionan al lector con
elegancia, sin apresuramiento. Un ritmo bien marcado no sólo por el estilo y la
elección de las palabras, sino porque los temas ayudan precisamente a esa
claridad expositiva: el amor como refugio de la vida, esa vida que es una
cerilla, una pista de baile donde todo sucede apresuradamente. Y mientras
esperamos a que el tiempo pase, ver cómo entran jazmines en casa. Esa es la
clave.
Hay una búsqueda del equilibrio (esto también es muy clásico),
hay momentos de dolor y de pérdida, hay soledad y noche y desamparo, pero
también hay paz, con un gato que contempla el horizonte o un té caliente en esa
ciudad diaria. Hay luna y música y recuerdos del pasado, cuando ¿qué había? Hay
amantes que se encierran en un mundo inventado, hay mucho tacto y sexo y aromas
de cama y aliento caliente y el tiempo que corre alrededor de ellos. Ese fuego
que incendia la casa y nos hace vivir calcinados en un mundo cotidiano. Pero
también encontramos en este libro la madurez de un poeta, la búsqueda de un
lugar crónico sobre todos los lugares, un mar tranquilo donde vivir sin
contratiempos.
Pareciera si echamos un vistazo rápido que Pedro Serrano –o
mejor dicho, el poeta que escribe ENTRAN JAZMINES EN CASA- se contentara con
poco, con lo justo, sin buscar más allá. Pero todo lo contrario: al final, para
cada uno de nosotros, que vivimos en esa ciudad que Serrano nos describe, que
calentamos el té y se nos enfría sin darnos cuenta, que tenemos un gato (o tres
perros en mi caso) que nos extiende el lomo para acariciarlo quizá eso sea
suficiente. Y nos basta.
Gracias, Pedro.
ÚLTIMO
El cazador se coloca
frente a la mosca que sigue
quieta en el parqué,
tensa las patas y se queda
petrificado antes de saltar.
Se impulsa para capturar
al insecto, y este toma altura
volando hasta las nubes.
Ha pagado sin premio
la ingenuidad de atrapar rápidamente
lo que no se tiene, alas.
*No os perdáis la fiesta de aniversario de FRUTOS DEL TIEMPO. Será el próximo 6 de Noviembre en Elche, a las 20.30 h.
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