La vida también son las fotos. O al menos nos ayudan a no olvidar ciertos momentos de nuestra infancia y juventud más remota.
Todos tenemos unas cuantas grabadas a fuego en la mente como si se tratara de nuestro propio DNI. Imágenes, digo, que desde un pequeño trozo de papel nos transportan a tiempos pasados, a veces más felices.

En otra, la primera que tenemos las tres, posamos en la calle donde me crié ante mi padre, que nos pide que sonriamos bajo un sol radiante de principios de Septiembre. Felices, como esa otra de Istanbul, llenas de gozo, con la Mezquita Azul a la espalda. O la otra, donde papá nos coge de la cintura para soplar treinta velas. O aquella de más allá, cuando Eli no estaba, y mi madre me coge en brazos dentro de la piscina. Incluso mi abuelo, al que no conocí, subido en un camión, con su perfecto bigote de Clark Gable y sonriendo a su novia.
Y no lo tenía suficientemente claro hasta que no llegó a mis manos el libro de Isabel Cadenas Cañón. Las fotos, como mojones en el camino, nos llevan a esos lugares, nos traen a esas personas secundarias que disparaban el botón de la cámara, nos recuerdan quiénes somos también.
De eso trata el poemario de Isabel, un poemario que además le valió el XII Premio Internacional de Poesía Martín García Ramos: "Empezó con seis o siete fotos que llevo siempre que me voy a un lugar, que corresponden a mis etapas de la infancia o juventud. Con todo ello empecé a hacer un inventario de mis recuerdos de infancia para hacer una especie de libro-caja o contenedor de recuerdos. En realidad éste es un libro de fotos pero sin fotos, ya que sólo tiene una imagen y aparece al final."
Un libro con huecos, como sucede en los álbumes de fotos: una que se lleva tu hermana para escanear, otra que colocas en la nevera porque ese día fuiste feliz, otra que usas de marcapáginas, aquella que enmarcaste y luce en el salón. Fotos que nos traen, como dice Isabel, el aroma de las tiendas de campaña, la pintura azul hospital llenándolo todo, las matrículas de aquellos coches y su olor a viejo, otros detrás sosteniendo la cámara.
Luego es la invención, sí, en esos recuerdos distorsionados, los que rellenan los huecos como si fuera un puzzle; o tu madre, cuando te explica ciertos puntos, y atas cabos, y entonces comprendes mejor la foto.
Me encontraba ante un poemario distinto, unas hojas que sin fotografías me llevaban a la infancia de Isabel, me hacían conocerla mejor, y al mismo tiempo iba elaborando en mi cabeza la historia de mi vida a través de imágenes impresas. Aunque sea autobiográfico, los poemas de Isabel no son sólo suyos: son recuerdos comunes, destellos que todos tenemos de nuestra existencia, flashes de papá o mamá, o la casa que habitamos, o el chándal desgastado. Así hace universal su caja de fotografías.
Al final –y ella lo dice bien claro- fotografiamos para preservar la dicha.
O qué, si no.
O qué, si no.
Cuando la memoria comienza a fallar, nos quedan las fotos que nos traen recuerdos del pasado. Me gustaba veros dormir y ese día que veníamos de la playa es quedasteis dormidas y os fotografié. Un beso
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