DE LA "CONDICIÓN NATURAL" DEL GÉNERO HUMANO
EN LO QUE
CONCIERNE A SU FELICIDAD
Y A SU MISERIA*
Hombres iguales por naturaleza.
La Naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las facultades del cuerpo y
del espíritu que, si bien un hombre es, a veces, evidentemente, más fuerte de
cuerpo o más sagaz de entendimiento que otro, cuando se considera en conjunto,
la diferencia entre hombre y hombre no es tan importante que uno pueda
reclamar, a base de ella, para sí mismo, un beneficio cualquiera al que otro no
pueda aspirar como él. En efecto, por lo que respecta a la fuerza corporal, el
más débil tiene bastante fuerza para matar al más fuerte, ya sea mediante
secretas maquinaciones o confederándose con otro que se halle en el mismo
peligro que él se encuentra. En cuanto a
las facultades mentales (si se prescinde de las artes fundadas sobre las
palabras, y, en particular, de la destreza en actuar según reglas generales e
infalibles, lo que se llama ciencia, arte que pocos tienen, y aun éstos en muy
pocas cosas, ya que no se trata de una facultad innata, o nacida con nosotros,
ni alcanzada, como la prudencia, mientras perseguimos algo distinto) yo encuentro aún una igualdad más grande,
entre los hombres, que en lo referente a la fuerza.
Porque la prudencia no es sino experiencia; cosa que todos los hombres alcanzan por igual, en tiempos iguales, y en aquellas cosas a las cuales se consagran por igual. Lo que acaso puede hacer increíble tal igualdad no es sino un vano concepto de la propia sabiduría, que la mayor parte de los hombres piensan poseer en más alto grado que el común de las gentes; es decir, que todos los hombres, con excepción de ellos mismos y de unos pocos más a quienes reconocen su valía, ya sea por la fama de que gozan o por la coincidencia con ellos mismos. Tal es, en efecto, la naturaleza de los hombres que si bien reconocen que otros son más sagaces, más elocuentes o más cultos, difícilmente llegan a creer que haya muchos tan sabios como ellos mismos, ya que cada uno ve su propio talento a la mano, y el de los demás hombres a distancia. Pero esto es lo que mejor prueba que los hombres son en este punto más bien iguales que desiguales. No hay, en efecto y de ordinario, un signo más claro de distribución igual de una cosa, que el hecho de que cada hombre esté satisfecho con la porción que le corresponde. De la igualdad procede la desconfianza.
De esta igualdad en cuanto a la
capacidad se deriva la igualdad de esperanza respecto a la consecución de
nuestros fines. Esta es la causa de que si
dos hombres desean la misma cosa, y en modo alguno pueden disfrutarla ambos, se
vuelven enemigos, y en el camino que conduce al fin (que es,
principalmente, su propia conservación, y a veces su delectación tan sólo)
tratan de aniquilarse o sojuzgarse uno a otro. De aquí que un agresor no teme
otra cosa que el poder singular de otro hombre; si alguien planta, siembra,
construye o posee un lugar conveniente, cabe probablemente esperar que vengan
otros, con sus fuerzas unidas, para desposeerle y privarle, no sólo del fruto
de su trabajo, sino también de su vida o de su libertad. Y el invasor, a su
vez, se encuentra en el mismo peligro con respecto a otros. De la desconfianza,
la guerra. Dada esta situación de desconfianza mutua, ningún procedimiento tan razonable
existe para que un hombre se proteja a sí mismo como la anticipación, es decir,
el dominar por medio de la fuerza o por la astucia a todos los hombres que
pueda, durante el tiempo preciso, hasta que ningún otro poder sea capaz de
amenazarle. (…) Por consiguiente siendo necesario, para la conservación de un
hombre aumentar su dominio sobre los semejantes, se le debe permitir también.
Además, los hombres no experimentan
placer ninguno (sino, por el contrario, un gran desagrado) reuniéndose, cuando
no existe un poder capaz de imponerse a todos ellos. En efecto, cada hombre
considera que su compañero debe valorarlo del mismo modo que él se valora a sí
mismo. Y en presencia de todos los signos de desprecio o subestimación, procura
naturalmente -en la medida en que puede atreverse a ello (lo que entre quienes
no reconocen ningún poder común que los sujete, es suficiente para hacer que se
destruyan uno a otro)- arrancar una mayor estimación de sus contendientes,
infligiéndoles algún daño, y de los demás por el ejemplo.
Así hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de
discordia. Primera, la competencia; segunda, la desconfianza; tercera, la
gloria. La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un
beneficio; la segunda, para lograr seguridad; la tercera, para ganar
reputación. La primera hace uso de la violencia para convertirse en dueña de
las personas, mujeres, niños y ganados de otros hombres; la segunda, para
defenderlos; la tercera, recurre a la fuerza por motivos insignificantes, como
una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, como cualquier otro signo de
subestimación, ya sea directamente en sus personas o de modo indirecto en su
descendencia, en sus amigos, en su nación, en su profesión o en su apellido.
Fuera del estado civil hay siempre guerra de cada uno contra todos. Con todo
ello es manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder
común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se
denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos.
Porque la GUERRA no consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, sino
que se da durante el lapso de tiempo en que la voluntad de luchar se manifiesta
de modo suficiente. Por ello la noción del tiempo debe ser tenida en cuenta
respecto a la naturaleza de la guerra, como respecto a la naturaleza del clima.
En efecto, así como la naturaleza del mal tiempo no radica en uno o dos
chubascos, sino en la “propensión a llover durante varios días”, así la
naturaleza de la guerra consiste no ya en la lucha actual, sino en la
disposición manifiesta a ella durante todo el tiempo en que no hay seguridad de
lo contrario. Todo el tiempo restante es de paz. Son incomodidades de una
guerra semejante. Por consiguiente, todo aquello que es consustancial a un
tiempo de guerra, durante el cual cada hombre es enemigo de los demás, es
natural también en el tiempo en que los hombres viven sin otra seguridad que la
que su propia fuerza y su propia invención pueden proporcionarles. En una
situación semejante no existe oportunidad para la industria, ya que su fruto es
incierto; por consiguiente no hay cultivo de la tierra, ni navegación, ni uso
de los artículos que pueden ser importados por mar, ni construcciones
confortables, ni instrumentos para mover y remover las cosas que requieren
mucha fuerza, ni conocimiento de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni
artes, ni letras, ni sociedad; y lo que es peor de todo, existe continuo temor
y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca,
embrutecida y breve.
A quien no pondere estas cosas puede parecerle extraño que la
Naturaleza venga a disociar y haga a los hombres aptos para invadir y
destruirse mutuamente; y puede ocurrir que, no confiando en esta inferencia
basada en las pasiones, desee, acaso, verla confirmada por la experiencia. Haced,
pues, que se considere a sí mismo; cuando emprende una jornada, se procura
armas y trata de ir bien acompañado; cuando va a dormir cierra las puertas;
cuando se halla en su propia casa, echa la llave a sus arcas; y todo esto aun
sabiendo que existen leyes y funcionarios públicos armados para vengar todos
los daños que le hagan. ¿Qué opinión tiene, así, de sus conciudadanos, cuando
cabalga armado; de sus vecinos, cuando cierra sus puertas; de sus hijos y
sirvientes, cuando cierra sus arcas? ¿No significa esto acusar a la humanidad
con sus actos, como yo lo hago con mis palabras? Ahora bien, ninguno de
nosotros acusa con ello a la naturaleza humana. Los deseos y otras pasiones del hombre no son pecados en sí mismos;
tampoco lo son los actos que de las pasiones proceden hasta que consta que una
ley los prohíbe: que los hombres no pueden conocer las leyes antes de que sean
hechas, ni puede hacerse una ley hasta que los hombres se pongan de acuerdo con
respecto a la persona que debe promulgarla. Acaso puede pensarse que nunca
existió un tiempo o condición en que se diera una guerra semejante, y, en
efecto, yo creo que nunca ocurrió generalmente así, en el mundo entero; pero
existen varios lugares donde viven ahora de ese modo. (…)
Ahora bien, aunque nunca existió
un tiempo en que los hombres particulares se hallaran en una situación de
guerra de uno contra otro, en todas las épocas, los reyes y personas revestidas
con autoridad soberana, celosos de su independencia, se hallan en estado de continua enemistad, en la situación y postura de
los gladiadores, con las armas asestadas y los ojos fijos uno en otro. Es
decir, con sus fuertes guarniciones y cañones en guardia en las fronteras de
sus reinos, con espías entre sus vecinos, todo lo cual implica una actitud de
guerra. Pero como a la vez defienden también la industria de sus súbditos, no
resulta de esto aquella miseria que acompaña a la libertad de los hombres
particulares.
En semejante guerra nada es injusto. En esta guerra de todos contra todos, se da una consecuencia: que nada
puede ser injusto. Las nociones de derecho e ilegalidad, justicia e
injusticia están fuera de lugar. Donde no hay poder común, la ley no existe;
donde no hay ley, no hay justicia. En la guerra, la fuerza y el fraude son las
dos virtudes cardinales. Justicia e injusticia no son facultades ni del cuerpo
ni del espíritu. Si lo fueran, podrían darse en un hombre que estuviera solo en
el mundo, lo mismo que se dan sus sensaciones y pasiones. Son, aquéllas,
cualidades que se refieren al hombre en sociedad, no en estado solitario. Es
natural también que en dicha condición no existan propiedad ni dominio, ni
distinción entre tuyo y mío; sólo pertenece a cada uno lo que pueda tomar, y
sólo en tanto que puede conservarlo. Todo ello puede afirmarse de esa miserable
condición en que el hombre se encuentra por obra de la simple naturaleza, si
bien tiene una cierta posibilidad de superar ese estado, en parte por sus
pasiones, en parte por su razón. Pasiones que inclinan a los hombres a la paz.
Las pasiones que inclinan a los hombres a la paz son el temor a la muerte, el
deseo de las cosas que son necesarias para una vida confortable, y la esperanza
de obtenerlas por medio del trabajo. La razón sugiere adecuadas normas de paz,
a las cuales pueden llegar los hombres por mutuo consenso. Estas normas son las
que, por otra parte, se llaman leyes de naturaleza: a ellas voy a referirme,
más particularmente, en los dos capítulos siguientes.
THOMAS HOBBES
LEVIATÁN
Primera Parte, “Del hombre”,
Capítulo XIII*
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