Para Esther, por si sirve.
[...] Y
creo que es sumamente importante esta separación que Shakespeare parece
establecer entre el amor tranquilo, sereno y con buen final -Montaigne-, y la pasión
desbordante, que convierte en Dioses a los amantes, pero que también los mata.
Y además, en esta división hay también otro ingrediente sumamente singular: ese
amor sereno, esa conquista de la felicidad, es algo que le sucede a la gente, a
mucha gente, que, al menos, está en las manos de cualquiera con inteligencia y
cualidades. Pero el Amor-pasión, no.
El Amor, con mayúscula, eso les sucede a
muy pocos, pues muy pocos seres nacen bajo esa estrella fulgurante, muy pocos
seres -hombre o mujer- nacen para convertirse en esa luz que ciega a todos como
el más radiante sol. El amor sereno puede y debe buscarse, se elige, se logra.
La pasión no se elige: nos toma, nos abraza, nos diviniza y nos mata. Son
abismos que no perdonan, pero también son inolvidables, imperecederos.
Pocos
han sido los grandes amantes -esos cuya condición primordial es que enamoran a
todos cuantos los contemplan-, pero han atravesado con su leyenda los tiempos y
las más diversas formas de pensar y entender el mundo. Aun sabiendo el infierno
de sus vidas, ¿quién no los ha envidiado alguna vez? Como si en el fondo de su
paroxismo, como si el fuego de su holocausto fuera el culto supremo del más
profundo de nuestros misterios.
José María Álvarez
Sobre Shakespeare