Georgette Marie Philippart Travers, conocida como Georgette Vallejo, fue poeta, además de la
esposa de César Vallejo. Es una de esas mujeres albaceas gracias a la cual
muchas obras de Vallejo nos han llegado tras la ocupación alemana de París:
durante toda su vida insistió en difundir y publicar la obra del poeta peruano.
Georgette nació en París, pero pronto fue enviada por su familia a
Inglaterra para evitar que muriera durante la Primera Guerra Mundial, donde
realizó sus estudios, pero volverá a la capital francesa a trabajar de
costurera (aunque no dejó de formarse, especialmente estudios de música y
español).
En 1926 conoció a César “de vista”, pero no fue hasta el año siguiente
cuando se encontraron: “Vallejo, quitándose el sombrero me saluda y veo una gran luminosidad blanca-azul
alrededor de su cabeza…”. La escena tuvo lugar en la calle Montpensier, donde
Vallejo vivía con pareja Henriette
Maisse. Vallejo la invita a un café donde solía almorzar, en Le Carillon, un
café de la Avenida de la Opera donde solía sentarse a leer. Poco después,
cuando muere la madre de la poeta (que se oponía a la relación) y recibe la
herencia paterna, deciden vivir juntos. Todo ello gracias a la elevada cantidad
de dinero que se le dio a Henriette para que desapareciera de sus vidas…
Se sabe que Vallejo
salva a duras penas su situación económica realizando traducciones, mientras
realiza junto a la francesa varios viajes a Rusia y España, tras su expulsión
de París. En 1932 vuelve a Francia, pero no mejora su economía y se dedican a
vivir en hoteles tras vender todos sus bienes. Dos años más tarde se casan, y
al estallar la Guerra Civil Española Vallejo se “entrega” al bando republicano,
escribiendo varios artículos contra el incipiente fascismo y haciendo varios
viajes a España. Ella lo acompaña siempre en esta lucha antifascista. En esta
época escribe muchos poemas, pero cae enfermo el 13 de Marzo y un mes más tarde
muere. En la tumba reza el epitafio: “He nevado tanto, para que duermas”.
Al año siguiente, su esposa edita y publica la obra poética póstuma de
Vallejo, que titula POEMAS HUMANOS, y marcha a Perú. Aquí es cuando da comienzo
su lucha por respetar y reconocer la obra de su esposo, aunque se la criticó
mucho por su mal carácter. “Georgette
Philippart es la mujer más linda de este encuentro” dijo Octavio Paz, pero “es
insoportable para todos” confesó Pablo Neruda. Se conocen varios enfrentamientos con poetas, como
Juan Larrea o Gerardo Diego, y con varios sellos editoriales, pero publicará
póstumamente toda la obra de César, tanto poesía como narrativa y teatro.
En 1978 se cae
por las escaleras de su casa y acabará con hemiplejía parcial, accidente
cerebrovascular y arteriosclerosis senil. Fue hospitalizada pero continúa
bregando para impedir la repatriación de los restos de Vallejo a Perú: “Porque
en su tierra le dieron de palos, lo maltrataron y yo soy obediente a su
voluntad”. Muere en 1984, pero su obra sigue siendo apenas conocida. Publicó en
1964 MÁASCARA DE CAL, que incluía 30 poemas dedicados a Vallejo y que son una
declaración de amor incondicional. Sobre su vida y la de Vallejo escribió APUNTES
BIOGRÁFICOS SOBRE POEMAS EN PROSA Y POEMAS HUMANOS (1968), incluido como
apéndice en la OBRA POÉTICA
COMPLETA, y ALLÁ ELLOS, ALLÁ ELLOS, ALLÁ ELLOS (1978), donde refutó a
algunos amigos y estudiosos de Vallejo, que lo seguían criticando.
En 1951, la
revista CARETAS publicó un reportaje sobre Vallejo (que se reeditaría a los 50
años de su muerte, en 1988), donde Georgette narraba sus últimos días de vida.
En él, la parisina cuenta la agonía de esos 34 días de enfermedad del poeta, y
así se tituló el reportaje: LA AGONÍA.
Vallejo se
acostó el 13 de marzo de 1938, después de comer, entre las dos y las dos y
media. Hoy todavía me acuerdo de esa comida porque fue excepcional, y es por
eso que me acuerdo también de la hora en que se acostó, sin imaginarse que
nunca más iba a levantarse.
Y, aquella
mañana, yo había ido al mercado como de costumbre, volví al hotel de 64 Avenida
del Maine con dos costillas de carnero, habichuelas verde pálido y una botella
de vino “casi fino”. No fue el menú lo más extraordinario, sino una fuerza
ajena a mi voluntad que me impulsó a hacer tales gastos.
Vallejo
permaneció acostado toda la tarde; lo que era completamente desacostumbrado. Me
extrañé, y nada más. Al día siguiente se sintió cansado, tan cansado que no se
levantó. A partir de este día supe que estaba perdido, y perdido porque, no
teníamos dinero. Enderezada más que educada en este sentimiento por mi madre,
desde mi más tierna infancia, me fue posible pedir nada a nadie.
Durante
algunos días, para decir la verdad, Vallejo no empeoró. El médico que lo había
visitado desde el segundo día, no se alarmó en absoluto. Mi insistencia
“intolerable”, mis angustias “imaginarias”, hicieron que pronto me juzgara muy
“exaltada”. Al cabo de una semana, la fiebre, hasta entonces estaba estacionada
en 38 grados, subió ligeramente. El médico acosado por mis preguntas se
emocionó y lo condujo a una clínica. Ahí comenzó el desastre.
En tres días,
la fiebre saltó a 40 por la tarde y 39 por la mañana. Los médicos se sucedieron
y, con ellos, las inyecciones, los análisis, los errores; Vallejo, como lo han
demostrado los innumerables análisis, todos negativos, no necesitaba sino
cambio de clima y reposo inmediatos, tranquilidad económica absoluta. No vacilo
en afirmar que si la cuarta parte de la suma que fue entregada ciegamente a la
clínica nos hubiera sido confiada, Vallejo no habría muerto.
Al cabo de una
semana de clínica, la fiebre hizo un nuevo salto a 41.5. Esto duró hasta el
final. Cuando se acordó llamar al profesor Lemiere, especialista en
enfermedades infecciosas era demasiado tarde: “Veo que este hombre muere pero
no sé de qué”.
Mientras
Vallejo permaneció en el hotel, su moral fue buena y su presión aumentó
ligeramente, por lo cual tengo la impresión de que no tuvo el presentimiento de
su muerte próxima. Cuando ingresó a la clínica, las enfermeras lo hicieron
sentar en una silla para transportarlo a su habitación. Algo en su perfil me heló
de incertidumbre.
Una tarde
abrió los ojos; brillaban como un grito y tenía la mirada del que va a morir. Muy
suavemente me dijo: “Tenías razón en todo”. Y, como yo iba a protestar, gritó:
“¡En todo! ¡Y soy yo quien no te ha comprendido!”
En el curso de
ese infierno que fue nuestra vida, yo me había desesperado algunas veces; y
poniendo la misma fuerza y la misma pasión en mis debilidades que en nuestra
perseverancia, estas desesperaciones habían sido en ocasiones muy violentas. Otro
día –debía sentirse muy mal– la desesperación juntó en su mirada todas las
palabras de admonición:
–Tendrás
valor.
–Tendremos,
dije.
Pero el tono
de mi voz me traicionó más que mis palabras. Yo había pensado: “Lo tendré, si
vives”. Y él adivinó perfectamente mi pensamiento, y con el rostro impregnado
de reproche y de cierta severidad, dijo: “No se regatea con la vida”.
Y, mientras
que sus ojos buscaban en los míos la promesa que me solicitaba, fui invadida
por tal odio hacia la vida que me fue imposible responder una palabra.
Naufragué hasta detestar su valor. Sin duda seguía hablándome, pero yo no oía
nada. Cuando recuperé la razón distinguí algunos consejos, pero me es imposible
recordar cómo terminó esta conversación.
Algunos días
después, otra vez abrió los ojos, buscando algo. Esperé un segundo, con el fin
de que nada –ni siquiera mi prontitud– fue a alterar lo que había comprendido. “Escribe”,
dijo. Tomé inmediatamente el papel y el lápiz que había preparado de antemano
sobre la mesa de noche, desde el comienzo de la enfermedad –inútilmente por
otra parte hasta aquel instante– y me dictó:
CUALQUIERA QUE
SEA LA CAUSA QUE TENGA QUE DEFENDER ANTE DIOS, MÁS ALLA DE LA MUERTE, TENGO UN
DEFENSOR: DIOS.
Esto sucedió
entre las tres y las cinco de la tarde. Que se me perdone el no recordar la
hora exacta; hacía 16 días que no me había acostado ni una sola hora.
Después
entramos en la semana que precedió a la de su muerte. La peor de todas. Los
médicos habían perdido la cabeza y huyeron. Ya las enfermeras juzgaban a duras
penas necesaria la toilette de la mañana. Se olvidaban las horas del
termómetro, la toma de las pulsaciones; los serums olvidados en el día eran
inyectados apresuradamente en plena noche o al día siguiente. La mayoría se derramaban
sobre el colchón. Se dejaba todo en mis manos agregando gentilmente, y aún con
una sonrisa roja o rosada: “Sabemos que usted está aquí”.
La fiebre, el
hipo, el delirio habían vuelto irreconciliable a Vallejo. El viernes que
precedió en siete días al de su muerte, llamé a un médico conocido. “Toda
esperanza no está perdida”, me dijo y procedió de inmediato al tratamiento.
Prometió regresar al día siguiente a las 18 horas. Al día siguiente Vallejo
había recobrado su lucidez; la fiebre había bajado a 38.5. Era el sábado 9 de
abril. A las tres de la tarde el médico peruano regresó. No se atrevía a entrar
en el cuarto. Apena lo vio, exclamó: “¡Pero, amigo, está usted mejor!”. Y
palpaba a Vallejo a través de la manta, visiblemente estupefacto. Bruscamente
se volvió hacia mí y de frente por temor -hacía mucho tiempo que no me miraba- dijo:
“¡Qué le decía yo, señora!”.
El sábado, a
las seis de la tarde, esperamos en vano a mi médico; lo que desesperó a
Vallejo. Los otros tres facultativos prevenidos a qué sé yo, lo habían hecho
arrojar literalmente de la clínica. El domingo la fiebre subió nuevamente y en
la mañana del lunes comenzó la agonía, que duró hasta las 9 y 20 de la mañana
del viernes; lo que prueba suficientemente que 8 días antes “TODA ESPERANZA NO
DEBIÓ ESTAR PERDIDA”.
En su agonía,
Vallejo –a pesar de lo que hayan dicho– jamás nombró a su familia ni a su
mujer, ni a ninguno de sus amigos. Y por esto no hay que reprocharle, pues no
cometió crimen alguno. Pienso sí que en el delirio de Vallejo vivió únicamente
España. Deberíamos admirar tal desinterés y estoicismo.
Sus deudas, si
las tuvo –no las dijo durante su enfermedad– las arreglaría más allá de la
muerte. No le disputemos su agonía. Una obra, una misión, es un tirano que no
admite ningún desfallecimiento en su servidor.
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