DE LA NADA A TU CARNE
Esas seis palabras le han bastado
a Pedro para retratarse. Seis simples palabras que son algo más que un título.
Apenas dos circunstanciales convertidos en el aperitivo perfecto para sus
lectores: de dónde viene y dónde está.
Pedro nos ha engañado en sus
anteriores libros, conferencias y charlas, donde nos hizo creer en la
importancia de lo profundo, en la búsqueda de ese más allá del cuerpo, en la
soledad como único alivio. Pedro nos ha mentido, o quizá ni él mismo lo sabía:
hay una necesidad de aislamiento -como hemos visto en muchos de sus poemas-
pero en este libro ya vemos a qué tipo de soledad se refiere. La soledad junto
a la amada de la que hablaba Tibulo, la tranquilidad de una cama junto a Ella
(con mayúsculas), que es la que consuela del mundo y aísla de todo mal. Ese
amor casi elegíaco donde se hace indispensable el cuerpo: no se concibe el amor
sin la carne, no es posible la dicha sin la piel y los dedos y la boca y el
olor.
El cuerpo, los sentidos se hacen
indispensables para que el protagonista de esta historia encuentre la plenitud: Ella es la lucha contra la fatiga, es el descanso del guerrero que sólo con el
tacto encuentra el alivio del día. El cuerpo es un antídoto contra lo
ordinario, pero no en el sentido de “cotidiano” (donde el poeta sí encuentra la
paz): es lo que acaba con los límites, es lo que le otorga libertad para ser
siempre. Es la Cintia que calma a Propercio, es la fides amorosa de la elegía latina.
Dan igual los nombres, como dan
igual los objetos ajenos: nuestro mundo es el único válido, donde no existen
condiciones ni medidas. No hay pasado, no hay recuerdos: todo es nuevo. Y eso
nos hace libres.
Ella es, como decía Catulo en sus
versos, una Lesbia distinta al poeta que salva al mundo de su extinción, porque
el mundo no existe más allá del amante, que permanece quieto a la espera de
esos dedos y esa piel. Ella no es sólo consuelo o alegría o paz: el poeta pone
por encima de todo a la amante, casi divinizándola, y la sitúa poco menos al
mismo nivel que una civilización por sí misma. A diferencia de Lesbia, Ella
nunca deserta, nunca deja de habitar esa casa de Luis Rosales, nunca abandona
la trinchera de Galo ni juzga al poeta. Como bien dice Pedro: no es la vida, sino lo vivo.
El tono que encontramos a lo
largo de todo el poemario es casi de un asesino confeso: sólo la carne viva
(casi cruda, diría yo) es lo que da sentido a todo. Y la importancia de esos
cuerpos no sólo se ve en las numerosas referencias a la piel o al tacto, sino
en los olores. Es tan importante el olor de la amada como su presencia o su
beso. Nadie puede entender esa atmósfera de los amantes cuando se unen, porque
nunca nadie podrá entender ese aire animal que hiere en la distancia cuando
estamos con la persona que amamos. Porque no se existe más allá de los cuerpos
enfrentados en la cama, y quien lo ha vivido sabe de lo que habla Pedro.
No quiero decir con esto que
todas las historias de amor -con muchas comillas este término, ojo- sean como
la que se nos cuenta en DE LA NADA A TU CARNE. Todo lo contrario: no siempre
encontramos ese tono de confesión que ya se vislumbra desde el título. Yo no
era nada y ahora habito en ti como tú en mí. En nuestra carne. Soy primario y
básico y no necesito nada más que verte aparecer por la puerta. Y todo cobra
sentido: todo nuestro mundo adquiere ese clima templado donde encontrarnos
libres, donde la tierra huele a húmedo y somos más nosotros, más puros, más
exactos. No hay lamento, no hay distancia, no hay dolor.
Si algo hemos de admirar de este poemario
es, sobre todo, la sinceridad del poeta que, sin tapujos (pero sin ser pedante
ni meloso), confiesa al mundo alto y claro HABITO EN TU CARNE DE LA MISMA
MANERA QUE ANTES NO EXISTÍA.
Y que esa sensación perdure.
Y que esa sensación perdure.
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