lunes, 22 de febrero de 2016

ODIO VOLAR



Tienes cuatro días libres y decides coger un avión que vaya a cualquier lugar, siempre que se cumpla al menos una de las tres premisas para desconectar de verdad (cambio de hora, cambio de lengua o cambio de moneda) y que sea vuelo directo (siempre evitando las malditas escalas y un trayecto inferior a tres horas). ROMA, dice el buscador.

Vuelo de ida tedioso, con un crío justo delante llorando en castellano, una madre que apenas lo riñe en castellano y un padre que no deja de hablar con otro mamarracho en italiano, como si quisiese dejar claro a todo el pasaje que él es italiano y conoce Roma como la palma de su mano (y claro: viaja mucho a España porque su mujer es española y todas esas cosas que no te interesan). 
Prefieres no leer y decides dormir bajo los efectos de ese vermut que os habéis proporcionado antes de subir al avión y pasado el cada vez más incómodo control de seguridad (trazas, toqueteos y revisión de maleta incluidos). Agarras la mano que siempre está ahí y cierras los ojos. Pronto pasará.



Y luego, claro, está ella, infinitamente hermosa, soberana, con esa magia y esa bruma y esa luz que tan bien distingues, y todas las calles, esquinas y fuentes guardan recuerdos de tus viajes anteriores. Y evitas los lugares concurridos, las masas de turistas (pocos, afortunadamente) que compran pequeños coliseos de resina y fotos de gatos romanos. Cuatro días. Son sólo cuatro días, pero consigues desconectar. Por la noche, alguna página de un libro (cogiste tres), una puesta al día de tus redes sociales (no piensen que has muerto, claro, que luego todo el mundo está muy preocupado si no pinchas megusta) y a la cama literal y metafóricamente (que no se diga: estás en Roma y hay que dejar constancia). Todo lo que pasa entre la ida y la vuelta te lo guardas para ti, que al final los recuerdos son de uno y contarlos hace que se pierda la magia de esos días.

Y llega la vuelta, con dos horas por delante hasta que coges el vuelo (sin escalas y sin niño llorando y sin padre dando el follón), y cogéis tabaco y una chaqueta y os sentáis en la calle, entre los taxis y los carritos y las italianas que hablan por teléfono como si no hubiera un mañana. Pero estáis bien porque estáis juntos y es ahora cuando ahondas en ese libro que cogiste a la ida con especial cariño. Y aunque en el avión vas sola (te ha tocado en la tercera fila, no tienes a quien agarrar la mano y la señora de la derecha ronca como un animal), ese libro te acompaña en la puesta de sol de esa Roma eterna que se aleja, que cada vez es más pequeña. El avión asciende y lees:


                     AGUACERO DE UN ROSTRO

Empieza un día claro en la ciudad y las personas se dirigen a sus citas.
     De súbito, como si los hombres adivinasen la amenaza inminente, durante unos segundos se suspende el ritmo cotidiano. El atleta aviva la velocidad para quedarse inmóvil, todos los conductores detienen sus autos, el feriante no pone cohetes en su girándula, el coro interrumpe el canto que los gañidos de un perro completan. El silencio es la alarma.
     Del horizonte baja lentamente un filamento que corta los rascacielos. Parece el pelo colosal de una ceja y su incandescencia se abisma en el pavimento hendido. Lo acompañan en la caída unas motas de polvo que agujerean nuestro ánimo y destruyen las casas de los arrabales.
     Antes de averiarse, las radios y los televisores difunden noticias de cataclismos similares en otros países.
     Las avenidas principales han sido anegadas por una gota gigantesca, y grupos humanos bracean sobre olas que dejan en las orillas unas palabras de pánico escritas en hebreo, sánscrito, griego, latín, árabe.
     El agua deshace las defensas construidas con hierros, piedras y oraciones a la nada.
     Corremos despavoridos mientras una gran lágrima se filtra entre los muros rotos de la urbe y sigue diluviando la cabeza estallada de Dios.


FRANCISCO JAVIER IRAZOKI

(Del libro Orquesta de desaparecidos
Hiperión, 2015)


Y entonces te alegras de haberlo echado al equipaje de mano, de haberle guardado un pequeño espacio en tu maleta, porque el libro te devuelve con creces ese minúsculo hueco que le has dedicado y hace que la vuelta –siempre amarga- merezca la pena.

Gracias, Zoki, por un vuelo mágico.





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