Tienes cuatro días
libres y decides coger un avión que vaya a cualquier lugar, siempre que se
cumpla al menos una de las tres premisas para desconectar de verdad (cambio de
hora, cambio de lengua o cambio de moneda) y que sea vuelo directo (siempre
evitando las malditas escalas y un trayecto inferior a tres horas). ROMA, dice
el buscador.
Vuelo de ida
tedioso, con un crío justo delante llorando en castellano, una madre que apenas
lo riñe en castellano y un padre que no deja de hablar con otro mamarracho en
italiano, como si quisiese dejar claro a todo el pasaje que él es italiano y conoce Roma como la
palma de su mano (y claro: viaja mucho a España porque su mujer es española y
todas esas cosas que no te interesan).
Prefieres no leer y decides dormir bajo los
efectos de ese vermut que os habéis proporcionado antes de subir al avión y
pasado el cada vez más incómodo control de seguridad (trazas, toqueteos y
revisión de maleta incluidos). Agarras la mano que siempre está ahí y cierras los ojos. Pronto pasará.

Y llega la vuelta,
con dos horas por delante hasta que coges el vuelo (sin escalas y sin niño
llorando y sin padre dando el follón), y cogéis tabaco y una chaqueta y os
sentáis en la calle, entre los taxis y los carritos y las italianas que hablan
por teléfono como si no hubiera un mañana. Pero estáis bien porque estáis
juntos y es ahora cuando ahondas en ese libro que cogiste a la ida con especial
cariño. Y aunque en el avión vas sola (te ha tocado en la tercera fila, no
tienes a quien agarrar la mano y la señora de la derecha ronca como un animal),
ese libro te acompaña en la puesta de sol de esa Roma eterna que se aleja, que
cada vez es más pequeña. El avión asciende y lees:
AGUACERO DE UN ROSTRO
Empieza
un día claro en la ciudad y las personas se dirigen a sus citas.
De
súbito, como si los hombres adivinasen la amenaza inminente, durante unos
segundos se suspende el ritmo cotidiano. El atleta aviva la velocidad para
quedarse inmóvil, todos los conductores detienen sus autos, el feriante no pone
cohetes en su girándula, el coro interrumpe el canto que los gañidos de un
perro completan. El silencio es la alarma.
Del
horizonte baja lentamente un filamento que corta los rascacielos. Parece el
pelo colosal de una ceja y su incandescencia se abisma en el pavimento hendido.
Lo acompañan en la caída unas motas de polvo que agujerean nuestro ánimo y
destruyen las casas de los arrabales.
Antes de
averiarse, las radios y los televisores difunden noticias de cataclismos
similares en otros países.
Las
avenidas principales han sido anegadas por una gota gigantesca, y grupos
humanos bracean sobre olas que dejan en las orillas unas palabras de pánico
escritas en hebreo, sánscrito, griego, latín, árabe.
El agua
deshace las defensas construidas con hierros, piedras y oraciones a la nada.
Corremos
despavoridos mientras una gran lágrima se filtra entre los muros rotos de la
urbe y sigue diluviando la cabeza estallada de Dios.
FRANCISCO JAVIER IRAZOKI
(Del libro Orquesta de desaparecidos;
Hiperión,
2015)
Y entonces te alegras de haberlo echado al equipaje
de mano, de haberle guardado un pequeño espacio en tu maleta, porque el libro
te devuelve con creces ese minúsculo hueco que le has dedicado y hace que la
vuelta –siempre amarga- merezca la pena.
Gracias, Zoki, por un vuelo mágico.
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