Cuenta el escritor polaco Zbigniew Herbert que su profesor de latín, en la
primera clase, dibujó en la pizarra un plano del foro romano “desde el Arco de
Septimio Severo hasta el Pórtico de Nerón”. Los escolares copiaban sin entender
gran cosa hasta que el docente añadió esta extravagante observación: “Tal vez
algún día lleguéis a Roma con el séquito de un procónsul. De modo que debéis
conocer los principales edificios de la Ciudad Eterna. No quiero que pululéis
por la capital de los césares como si fuerais unos bárbaros sin cultura”.
Veinte años después, Herbert comprobó que aquellas palabras no habían sido
descabelladas cuando visitó —en solitario— Roma y más aún cuando, ante la
muralla de Adriano, lo embargó la admiración hacia esa suerte de poderosa inteligencia
aplicada de los antiguos.
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© ASTROMUJOFF |
Viene este cuento a cuento de lo poco mensurable que
es la semilla de la educación. Y a que, de manera simbólica, la edad adulta nos
acaba poniendo frente a aquellos foros y junto a aquel procónsul: la ciudad, la
sociedad, los “otros”.
Las destrezas que nos dan el latín y el griego ayudan a entender qué cosa
sea el poder, qué el gobierno y qué el desgobierno. En su agudo ensayo Grecia en el aire, Pedro Olalla define la primera
democracia como “un proyecto antropocéntrico basado en la capacidad de
raciocinio y de justicia de los hombres”. Solo si nos adentramos en los textos
de Solón, Aristóteles o Tucídides podremos analizar cómo funcionó ese valioso
primer motor que todavía articula nuestros estados. Y los jóvenes accederán a
esos ricos caudales de pensamiento si nuestros políticos dejan de obcecarse en
erradicar la ya precaria presencia de las lenguas clásicas en el bachillerato.
La cosa no iba mal: por primera vez los grandes maestros de los estudios
clásicos no dependían de la jerarquía católica: Tovar, Adrados, Luis Gil,
Emilio Lledó, Fernández Galiano, Lasso de la Vega, García Calvo…, que junto a
sus hijos y nietos académicos quizá compongan el equipo más solvente de
traductores y profesores de clásicas de la historia de España. Un país, como se
sabe, de frutos tardíos: no contó en el Romanticismo con la levadura del
pensamiento griego que pudiera haber dado los frutos de un Byron, un Hölderlin
o un Leopardi cosechados en Alemania, Inglaterra o Italia. Por desgracia, también
es país de frutos cercenados antes de madurar: cuando contábamos con una
generación de docentes desvinculados ya de sotanas y teologías, llegaron, con
su nefasta cirugía, las reformas educativas. La LOGSE supuso la infantilización
del bachillerato. Se suprimió el año de latín obligatorio para todo el alumnado
y con ello desapareció —en un país que fue Roma— la posibilidad de adentrarse
en la genética y la intimidad de nuestra hermosa lengua materna; de entender
los orígenes de la ciudad y de la condición de ciudadano, de la filosofía como
diálogo, de la filología y de la crítica; de comprender la riqueza de saberse
amparados por un derecho civil y no religioso —y ahora vemos con amargura a
dónde lleva el fanatismo de una justicia bárbara emanada de profetas—. La
cuchillada última la ha asestado el inefable ministro Wert, con su LOMCE
antihumanista que reduce a una sombra mísera la presencia del profesorado de
clásicas en la plantilla de los centros.
Europa es libre
y tolerante porque fue griega y romana; por ello necesita que sus jóvenes se
formen en ese humanismo de raíces clásicas que nos hace confiar en la libertad
y dignidad de cada ser y que desemboca en la Declaración Universal de los
Derechos Humanos. El Roto, en una genial viñeta, preguntaba: “Las humanidades
son una fábrica de armas de la razón. ¿Las eliminarán por eso?” Sí, sin duda.
Los armamentos de la sinrazón son mucho más rentables.
Aurora Luque
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