Cualesquiera que sean nuestras flaquezas personales, la nobleza de nuestro oficio arraigará siempre en dos imperativos difíciles de mantener: la negativa a mentir respecto de lo que se sabe y la resistencia ante la opresión.
El 10 de
diciembre de 1957, en Estocolmo, Albert Camus leía este discurso a la recogida
del Premio Nobel.
Muy a tener
en cuenta en los tiempos que corren...
Al recibir la
distinción con que ha querido honrarme su libre Academia, mi gratitud es más
profunda cuando evalúo hasta qué punto esa recompensa sobrepasa mis méritos
personales. Todo hombre, y con mayor razón todo artista, desea que se reconozca lo
que es o quiere ser. Yo también lo deseo. Pero al conocer su decisión me
fue imposible no comparar su resonancia con lo que realmente soy. ¿Cómo un
hombre, casi joven todavía, rico sólo por sus dudas, con una obra apenas
desarrollada, habituado a vivir en la soledad del trabajo o en el retiro de la
amistad, podría recibir, sin una especie de pánico, un galardón que le coloca
de pronto, y solo, a plena luz? ¿Con qué ánimo podía recibir ese honor al
tiempo que, en tantos sitios, otros escritores, algunos de los más grandes,
están reducidos al silencio y cuando, al mismo tiempo, su tierra natal conoce
una desdicha incesante?
He sentido
esa inquietud, y ese malestar. Para recobrar mi paz interior me ha sido
necesario ponerme de acuerdo con un destino demasiado generoso. Y como era
imposible igualarme a él con el único apoyo de mis méritos, no he hallado nada
mejor, para ayudarme, que lo que me ha sostenido a lo largo de mi vida y en las
circunstancias más opuestas: la idea que me he forjado de mi arte y de la
misión del escritor. Permítanme, aunque sólo sea en prueba de reconocimiento y
amistad, que les diga, lo más sencillamente posible, cuál es esa idea.
Personalmente,
no puedo vivir sin mi arte. Pero jamás he puesto ese arte por encima de
cualquier cosa. Por el contrario, si me es necesario es porque no me separa de
nadie, y me permite vivir, tal como soy, a la par de todos. A mi ver, el arte no es una diversión
solitaria. Es un medio de emocionar al mayor número de hombres, ofreciéndoles
una imagen privilegiada de dolores y alegrías comunes. Obliga, pues, al artista
a no aislarse; le somete a la verdad, a la más humilde y más universal. Y
aquellos que muchas veces han elegido su destino de artistas porque se sentían
distintos, aprenden pronto que no podrán nutrir su arte ni su diferencia más
que confesando su semejanza con todos.
El artista se forja en ese perpetuo ir y
venir de sí mismo hacia los demás, equidistante entre la belleza, sin la cual
no puede vivir, y la comunidad, de la cual no puede desprenderse. Por eso,
los verdaderos artistas no desdeñan nada; se obligan a comprender en vez de
juzgar. Y si han de tomar partido en este mundo, sólo puede ser por una
sociedad en la que, según la gran frase de Nietzsche, no ha de reinar el juez
sino el creador, sea trabajador o intelectual.
Por lo mismo el papel de escritor es
inseparable de difíciles deberes. Por definición no puede ponerse al
servicio de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la sufren.
Si no lo hiciera, quedaría solo, privado hasta de su arte. Todos los ejércitos
de la tiranía, con sus millones de hombres, no le arrancarán de la soledad,
aunque consienta en acomodarse a su paso y, sobre todo, si en ello consiente.
Pero el silencio de un prisionero desconocido, abandonado a las humillaciones,
en el otro extremo del mundo, basta para sacar al escritor de su soledad, por
lo menos, cada vez que logre, entre los privilegios de su libertad, no olvidar
ese silencio, y trate de recogerlo y reemplazarlo, para hacerlo valer mediante
todos los recursos del arte.
Nadie es lo
bastante grande para semejante vocación. Sin embargo, en todas las circunstancias de su vida,
oscuro o provisionalmente célebre, aherrojado por la tiranía o libre para poder
expresarse, el escritor puede encontrar el sentimiento de una comunidad viva,
que le justificará sólo a condición de que acepte, tanto como pueda, las dos
tareas que constituyen la grandeza de su oficio: el servicio a la verdad y el
servicio a la libertad. Y puesto que su vocación consiste en reunir al mayor
número posible de hombres, no puede acomodarse a la mentira ni a la servidumbre
porque, donde reinan, crece el aislamiento. Cualesquiera que sean nuestras
flaquezas personales, la nobleza de nuestro oficio arraigará siempre en dos
imperativos difíciles de mantener: la negativa a mentir respecto de lo que se
sabe y la resistencia ante la opresión.
Durante más
de veinte años de historia demencial, perdido sin remedio, como todos los
hombres de mi edad, en las convulsiones del tiempo, sólo me ha sostenido el
sentimiento hondo de que escribir es hoy un honor, porque ese acto obliga, y
obliga a algo más que a escribir. Me obligaba, especialmente, tal como yo era y
con arreglo a mis fuerzas, a compartir, con todos los que vivían mi misma
historia, la desventura y la esperanza. Esos hombres nacidos al comienzo de la
Primera Guerra Mundial, que tenían veinte años
en la época de instaurarse, a la vez, el poder hitleriano y los primeros
procesos revolucionarios, Y que para completar su educación se vieron
enfrentados a la guerra de España, a la Segunda Guerra Mundial, al universo de
los campos de concentración, a la Europa de la tortura y de las prisiones, se
ven hoy obligados a orientar a sus hijos y a sus obras en un mundo amenazado de
destrucción nuclear. Supongo que nadie pretenderá pedirles que sean optimistas.
Hasta llego a pensar que debemos ser comprensivos, sin dejar de luchar contra
ellos, con el error de los que, por un exceso de desesperación han reivindicado
el derecho al deshonor y se han lanzado a los nihilismos de la época. Pero
sucede que la mayoría de entre nosotros, en mi país y en el mundo entero, han
rechazado el nihilismo y se consagran a la conquista de una legitimidad.
Les ha sido
preciso forjarse un arte de vivir para tiempos catastróficos, a fin de nacer
una segunda vez y luchar luego, a cara descubierta, contra el instinto de
muerte que se agita en nuestra historia.
Indudablemente, cada generación se cree
destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrá
hacerlo. Pero su tarea es quizás mayor. Consiste en impedir que el mundo se
deshaga. Heredera de una historia corrompida —en la que se mezclan las
revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos, y las
ideologías extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden hoy destruirlo
todo, no saben convencer; en la que la inteligencia se humilla hasta ponerse al
servicio del odio y de la opresión—, esa generación ha debido, en sí misma y a
su alrededor, restaurar, partiendo de amargas inquietudes, un poco de lo que
constituye la dignidad de vivir y de morir. Ante un mundo amenazado de
desintegración, en el que se corre el riesgo de que nuestros grandes
inquisidores establecezcan para siempre el imperio de la muerte, sabe que
debería, en una especie de carrera loca contra el tiempo, restaurar entre las
naciones una paz que no sea la de la servidumbre, reconciliar de nuevo el
trabajo y la cultura, y reconstruir con todos los hombres una nueva Arca de la
Alianza.
No es seguro
que esta generación pueda al fin cumplir esa labor inmensa, pero lo cierto es
que, por doquier en el mundo, tiene ya hecha, y la mantiene, su doble apuesta
en favor de la verdad y de la libertad y que, llegado el momento, sabe morir
sin odio por ella. Es esta generación la que debe ser saludada y alentada
dondequiera que se halle y, sobre todo, donde se sacrifica. En ella, seguro de
vuestra profunda aprobación, quisiera yo declinar hoy el honor que acabáis de
hacerme.
Al mismo
tiempo, después de expresar la nobleza del oficio de escribir, querría yo
situar al escritor en su verdadero lugar, sin otros títulos que los que
comparte con sus compañeros de lucha, vulnerable
pero tenaz, injusto pero apasionado de justicia, realizando su obra sin
vergüenza ni orgullo, a la vista de todos; atento siempre al dolor y a la
belleza; consagrado en fin, a sacar de su ser complejo las creaciones que
intenta levantar, obstinadamente, entre el movimiento destructor de la
historia.
¿Quién,
después de eso, podrá esperar que él presente soluciones ya hechas y bellas
lecciones de moral? La verdad es misteriosa, huidiza y siempre hay que tratar
de conquistarla. La libertad es peligrosa, tan dura de vivir, como exaltante.
Debemos avanzar hacia esos dos fines, penosa pero resueltamente, descontando
por anticipado nuestros desfallecimientos a lo largo de tan dilatado camino.
¿Qué escritor osaría, en conciencia, proclamarse orgulloso apóstol de virtud?
En cuanto a mí, necesito decir una vez más que no soy nada de eso. Jamás he podido renunciar a la luz, a la
dicha de ser, a la vida libre en que he crecido. Pero aunque esa nostalgia
explique muchos de mis errores y de mis faltas, indudablemente ella me ha
ayudado a comprender mejor mi oficio y también a mantenerme, decididamente, al
lado de todos esos hombres silenciosos que no soportan en el mundo la vida que
les toca vivir más que por el recuerdo de breves y libres momentos de
felicidad, y por la esperanza de volverlos a vivir.
Reducido así
a lo que realmente soy, a mis verdaderos límites, a mis dudas y también a mi
difícil fe, me siento más libre para
destacar, al concluir, la magnitud y generosidad de la distinción que acabáis
de hacerme. Más libre también para decir que quisiera recibirla como homenaje
rendido a todos los que, participando el mismo combate, no han recibido
privilegio alguno, y sí, en cambio, han conocido desgracias y persecuciones.
Sólo me falta dar las gracias, desde el fondo de mi corazón, y hacer
públicamente, en señal personal de gratitud, la misma y vieja promesa de
fidelidad que cada verdadero artista se hace a sí mismo, silenciosamente, todos
los días.
Albert Camus
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